"¿Cómo vine a dar aquí?", me pregunté.
Estaba en una sala más o menos amplia, iluminada con una tenue luz eléctrica, y yo caminaba casi pegado a sus paredes, rodeándola. Había en ella varias puertas, pero si uno las abría, sólo se encontraba con un oscuro liso muro de piedra que se elevaba desde el umbral, extendiéndose verticalmente hacia arriba, y horizontalmente hacia ambos lados, por lo visto, infinitamente. Por esas puertas no se podía salir. Sólo una de ellas conducía a una habitación vecina de aspecto más hospitalario, pero no menos chocante que el mismo muro que ofrecían las otras puertas. Era una habitación lujosísima, en la que prevalecían el rojo y el dorado; había en ella varios espejos que se elevaban hacia el cielo raso, y un gigantesco candelabro de cristal. Pero eso no era todo lo que tenía.
Ya no debo regresar, súbitamente la celda fue abierta, y yo me muevo, siento mi cuerpo.
Franz Kafka. La Celda
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